Nací y me envolvieron en una toalla que tenía membrete del Servicio Autonómico de Salud, por obra y gracia de las transferencias. Acto seguido me transfirieron a mi madre, que me arropó para que no perdiera calor, y su acción poiquiloterma se superpuso a la de la toalla, por lo que no sabía si me estaba protegiendo ella o el Estado. Mi mamá o papá Estado.
Cuando era adolescente me daban unas fiebres muy altas, como una manera que tenía mi medio interno de seguir desafiando a mi madre, y ella me ponía una toalla húmeda en la cabeza que pesaba mucho. Aquello era un misterio para mí, porque yo vivía cerca de Portugal y pasábamos antes de la apertura de fronteras a comprar toallas. Las de Portugal eran hidrófobas, no secaban, repelían el agua, pero las toallas para la frente se la quedaban toda.
Terminé haciendo la residencia en Medicina Familiar. Me duchaba en las guardias y me reencontré con las toallas hidrófobas que creía desaparecidas con el mercado único. Había un recipiente que ponía «Toallitas sanitarias» al que las tiraba al principio, hasta que me di cuenta de que era para las compresas.
Con el tiempo acepté un trabajo haciendo avisos a domicilio y, cuando terminaba la exploración y pedía lavarme, la familia siempre me ofrecía una toalla limpia, en un gesto que me descolocaba. Por un lado, me resultaba una deferencia que me encumbraba a un lugar que no merecía; por otro, me resultaba tierno. Si no me miraban, me secaba con la suya, y cuando sentía la humedad preexistente, lograba conectar con la realidad de las cosas.
Mi poiquiloterma madre siempre me instruyó para que no tirara la toalla, así que me empleaba a fondo en mi trabajo. Cuando asistíamos al paciente terminal que sangraba, era yo el que pedía entonces a la familia que sacara todas las toallas que tuvieran. Como seguía trabajando cerca de Portugal, salían a relucir todos los juegos desde la Revolución de los Claveles. Rechazábamos las de color blanco para hacer disimular la sangre. Las blancas eran para la vida, las de color para la muerte.
Volvía agotado al centro de salud tras acompañar al paciente y a la familia en ese penoso trayecto. Antes de irme a dormir me pasaba una toallita de papel por la cara, que recogía sudores y lágrimas, y me refrescaba con una toallita perfumada. Vaya toalla.