Según la versión oficial definitiva, una bandada de barnaclas canadienses había impactado contra los motores del avión dejando a éstos prácticamente inutilizados, lo que obligó al piloto, que acababa de despegar, a hacer un aterrizaje de emergencia. Gracias a la pericia de Sully, todos los pasajeros salieron ilesos del accidente. Decimos versión definitiva, porque durante la vista se cuestionó la decisión de posarse sobre el río por parte de autoridades, representantes de la compañía aérea y constructora del avión. Al fin y al cabo, se había perdido un avión que costaba más de 60 millones de dólares y los datos recogidos permitían entrever que se podría haber intentado un aterrizaje de emergencia en un aeropuerto cercano.
El momento central, seguramente dramatizado, de la película es cuando las pruebas del simulador del A-320 muestran que había otras opciones posibles. La carrera de Sully se había acabado y el héroe se convertía en villano por lo erróneo de la decisión tomada. Sin embargo, enseguida se pone de relieve la diferencia entre una simulación y la vida real. El ensayo se había realizado por personal que conocía las circunstancias del evento que se iba a producir y que tuvo tiempo, no sólo para ensayar, sino también para probar escenarios hasta conseguir el correcto aterrizaje en el aeropuerto de referencia. La decisión tomada con poco tiempo, incertidumbre y bajo un intenso estrés no se podía reproducir con éxito. Cuando estas variables se introducían en el ejercicio de simulación, el resultado de la investigación fue que la decisión del comandante resulto ser la idónea.
Al igual que los técnicos de la administración de aviación, los nuestros: esa especie de jungla polimórfica compuesta de directivos, mandos intermedios, inspectores y farmacéuticos de atención primaria juzgan nuestras decisiones desde confortables atalayas de simulación. Con la excusa de la calidad o de la seguridad, y la realidad del control, husmean en los sistemas de información y en la historia clínica electrónica para inventar un cuadro virtual de la actuación de los clínicos. Con tiempo de sobra y la única incertidumbre de cuál será la hora de salir a tomar el café, pontifican sobre la bondad de un escenario etéreo sólo efectivo en las pantallas de sus ordenadores. No ven necesario, e incluso les niegan, la posibilidad de disponer de herramientas que faciliten la toma de decisiones. Para ellos es suficiente y lo creen de verdad, enviar periódicamente por correo electrónico grandilocuentes instrucciones para una atención sanitaria de calidad. Creen que eso será suficiente sin tener en cuenta que un médico asistencial recibe cientos de esas instrucciones. No pueden ni siquiera imaginar que los médicos de familia se mueven en un entorno con poca información instantánea disponible, que tienen que contemplar múltiples opciones y que lo adecuado de la decisión depende de una compleja red de factores, no siempre tangibles. También son incapaces de pensar en ese gut inglés (que lo mismo significa intestino que intuición) de los profesionales que conocen su trabajo. Ese conocimiento imposible de replicar en la plantilla Excel, en la historia clínica ideal simulada en un ordenador o en el cumplimiento de unos falsarios indicadores de calidad de la prescripción. Lo peor de todo es que en el caso de los técnicos americanos reconocieron sus limitaciones y dieron la razón a Sully; en el nuestro, la arrogancia que da detentar el poder y, sobre todo, la ignorancia hacen muy difícil llevar a buen puerto a nuestro avión.