Este mal uso se relaciona con la utilización por parte del Estado de los sistemas de salud como si fueran de su propiedad, confundiendo la sanidad pública con una sanidad estatal. En los últimos años hemos visto cómo se han traspasado a los sistemas sanitarios, especialmente a la atención primaria, tareas que correspondían a la función pública. De actuar de forma subsidiaria y ocasional, en defecto del médico correspondiente, se ha pasado a hacerlo por defecto en todas las ocasiones. Así, el médico de atención primaria realiza de forma habitual funciones que correspondían al médico de registro civil o a los médicos forenses. La asistencia a detenidos, o la cumplimentación de la parte estadística del certificado de defunción son claros ejemplos, sin olvidar la emisión de certificados diversos. Existen otros supuestos como la incapacidad temporal, buena muestra de función y «obligación» no asistencial del médico de primaria, cuya gestión está lejos de basarse en criterios clínicos. La cadencia de los partes de confirmación y las diferentes clasificaciones diagnósticas utilizadas por los registros de incapacidad temporal y los sistemas de información de atención primaria (CIE-9-MC frente a CIAP) son buenas muestras de cómo el clínico, y el sentido común, han perdido la batalla. Los propios dirigentes de atención primaria presionan a sus profesionales, vía herramientas informáticas, para cumplir los «deseos» de una administración burocrática y anquilosada a expensas de su energía y tiempo. Para colmo, nuevas obligaciones administrativas socio-sanitarias se adjudican de facto o de iure al médico de atención primaria.
Lo más curioso es que estas cargas de trabajo, burocráticas casi siempre, se aceptan con resignación por los afectados y sin ninguna reivindicación por parte de sus organizaciones y dirigentes. El movimiento anti-burocracia que los médicos madrileños personificaron hace unos años fue un intento de revuelta contra esta situación. El método elegido fue luchar con las mismas armas y limitar las actuaciones del médico de primaria a las estrictamente reguladas por ley, e incluso en éstas, tratar de minimizar el esfuerzo que suponían. Las propuestas más audaces proponen hacer sólo lo indispensable y, en estos casos, pensar más en un objetivo centrado en las necesidades del profesional y del paciente que en las de la administración. Sin embargo, estas atractivas propuestas tiene dos inconvenientes: el primero de ellos es la escasa capacidad de movilización y presión de los profesionales. El segundo tiene que ver con la dificultad de tratar con un todo o nada la diversidad de situaciones que se presentan en una consulta de atención primaria.
¿Cómo no voy a firmar el certificado de un joven que se marcha al extranjero, si debe hacerlo su family phisician y ese soy yo? ¿Cómo no voy a incumplir la norma, si sé a ciencia cierta que el sábado estabas enfermo y no pudiste ir a trabajar? ¿Cómo no voy a decir que te he atendido, si lo he hecho desde que tuviste el accidente de automóvil?
La solución está clara: pasa por admitir que los diferentes sistemas de salud, y en particular la atención primaria, además de prestar asistencia sanitaria también dan un servicio a la administración, a empresas, aseguradoras y a trabajadores. Servicios que no se pagan pero que sí tienen un coste. Recibiendo una contraprestación se evitaría la sensación de trabajo poco agradecido y se le daría un atractivo que no tiene. Todos ganaríamos.