La crisis que sufrimos tiene mucho de crisis de pensamiento y algo menos de económica. Es la consecuencia de la sustitución de las ideas y los proyectos por el afán de beneficio inmediato, en el que participa no sólo lo económico, sino también lo político. El beneficio electoral, obtenido en plazo breve y a cualquier precio, es el equivalente a la burbuja inmobiliaria, y juntos han hecho estragos en nuestra sociedad. La ausencia de ideología, de criterio moral y de proyectos de futuro siguen haciéndolos. Ambos han creado la idea de que son los pelotazos (económicos, políticos o sociales, da igual) los que dan la fama y los beneficios, y no es el esfuerzo y el trabajo rigurosos. El yate del pocero luce mucho más que el trabajo del CSIC. Y con esa triste herencia, la del afán de éxito inmediato y la de que el que no se aprovecha es porque no puede, dejamos a nuestros sucesores un campo arrasado. No ya porque no haya trama productiva en el país, que poca hay, sino ante todo porque no quedan ilusión, proyectos ni formación para sacarlo adelante.
Tengo la suerte de ser médico en una comarca en la que la crisis ha afectado poco a mis pacientes. Sus pensiones raquíticas son suficientes para complementar la huerta, las setas y el mucho trabajo diario al que han estado acostumbrados toda la vida. Sólo a algunos, los que vendieron tierras para que otros especulasen, les ha venido muy mal. Y a los farmacéuticos, que con el margen que les queda, con población muy escasa, ven peligrar su negocio que no deja de ser un servicio público. En una tierra dura, en la que el trabajo es la clave de la supervivencia y en la que se tiene que prever de año en año la producción, el enriquecimiento rápido sólo puede venir por la lotería. Para personas que se han acostumbrado a necesitar poco, lo que tienen les permite ser generosos y compartir mucho. No digo que sea la forma mejor ni la única de vivir. No hay cine, no se ven exposiciones y lujos no hay demasiados. Pero también os digo que hace meses, muchos meses, que no receto lexatin.