Los gestores de servicios públicos, ya sean gestionados directamente o mediante alguna modalidad contractual, afrontan en nuestro país, prácticamente sin excepción, contextos duramente restrictivos desde el punto de vista presupuestario. Apremiados por las políticas de consolidación fiscal, ven reducidos drásticamente los recursos disponibles para mantener la oferta preexistente. En realidad, la restricción presupuestaria no es nueva para la mayoría. «Ya antes le hemos visto las orejas al lobo», me decía hace poco más de un año un directivo del sector salud catalán, escéptico cuando me oía considerar inevitable la revisión a la baja de la oferta de servicios. Tenía razón. Lo que pasa es que ha cambiado el alcance y el sentido de los cambios, y ello obliga a afrontarlos hoy con perspectivas e instrumentos diferentes.
Muchos gestores han venido haciendo una lectura cíclica de la situación, considerándola como una crisis de ingreso público causada por la recesión, que obliga a un esfuerzo, todo lo duro que se quiera pero transitorio, de contención y austeridad. Ya se sabe: diferir inversiones, bloquear programas previstos, reducir gasto corriente, congelar plantillas, eliminar algo de grasa y hacer más eficientes algunos procesos. Aguantar el chaparrón, a la espera de tiempos mejores. Sin embargo, la realidad está forzando a tomar conciencia de que el diagnóstico debe ser otro. Por una parte, porque la magnitud del déficit público y su impacto sobre la posición competitiva de nuestra economía hacen previsible que la brecha de recursos sea mucho mayor y más duradera que cualquier otra experimentada en dicho período. Por otra parte, porque nuestro modelo mismo de servicio público adolecía ya de serios problemas de sostenibilidad que la crisis no ha hecho sino aflorar de un modo explosivo.
Por esas razones, la cuestión no se centra ahora en el manejo del recorte sino en la elaboración de la estrategia. Los desafíos que la situación actual plantea a los gestores no suponen simplemente el mejorar la gestión operativa del negocio sino el revisar y redefinir el mismo modelo de negocio para hacerlo sostenible. Naturalmente, cuando se trata de servicios públicos, ello lleva aparejada la gestión, nada fácil, de un entorno político complejo. En este entorno, la existencia de una sociedad golpeada por la crisis y hastiada de la política, y de una demanda colectiva acostumbrada, en buena medida, al café para todos y al gratis total no constituyen, precisamente, el menor de los problemas.
Podría sorprender que se haya llegado a esta situación de un modo tan abrupto. La tardanza de los gobiernos en reconocer el alcance de la crisis y los bandazos de la política económica explican una parte del retraso. Por otra parte, los calendarios electorales han marcado una secuencia propia. Los ritmos de puesta en marcha de los recortes se han visto, hasta cierto punto, ralentizados por la coyuntura preelectoral que afecta, en el momento de escribir estas líneas, a la mayor parte de comunidades autónomas y municipios. Todo ello está contribuyendo a que los ajustes se produzcan de una forma poco planificada y, en muchos casos, abiertamente reactiva e improvisada. Los mercados marcan el ritmo de la política. Se adoptan decisiones que responden exclusivamente a la necesidad de cuadrar las cuentas y que no resultan fáciles de entender por los usuarios y la opinión pública, lo que incrementa extraordinariamente la presión sobre los responsables de gestionarlas y explicarlas.
El estrés de los gestores es, pues, en buena medida, consecuencia de la crisis, pero también de la alegría y la falta de previsión con la que se ha gobernado el sistema de servicios públicos durante los años de bonanza. Hoy, los responsables de esos servicios se ven obligados a aplicar duras medidas de recorte al mismo tiempo que buscan para sus organizaciones nuevos modos de abordar el futuro. Para hacerlo, necesitan un impulso político que hasta ahora no están encontrando. Los gobiernos siguen instalados en lógicas de corto plazo y parecen incapaces de asumir la necesidad de pasar de los recortes a las reformas.
Será cada vez más difícil afrontar la gestión de los recortes sin asumir esas reformas. No basta con salvar la nave del naufragio. Tiene que trazarse para ella un rumbo que resulte viable, acometer en su estructura las reparaciones necesarias y dotarla de la tripulación adecuada. Y habría que acertar también con el relato capaz de hacer comprensible el proceso a los ciudadanos. Décadas de olvido del sector público por los gobiernos debieran ser sustituidas por agendas de cambio capaces de dotar a las organizaciones públicas de la profesionalidad, la flexibilidad, la capacidad gerencial y los incentivos necesarios para superar esta situación. En caso contrario, es de temer que los recortes de hoy no sean sino el anuncio de nuevos recortes mañana y pasado mañana. Una generación completa de gestores públicos corre el riesgo de quemarse en esa clase de salida en falso de la crisis.