El suicidio figura entre las diez primeras causas de muerte en las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud. Se estima que cada día se suicidan en el mundo al menos 1.110 personas y lo intentan cientos de miles, lo que sitúa el suicidio como uno de los problemas de salud más importantes a los que tenemos que enfrentarnos. Estas cifras ponen de manifiesto una paradoja: la de que, pese a los avances producidos en las últimas décadas en la comprensión y el tratamiento de muchos trastornos mentales, las tasas de suicidio se han mantenido relativamente estables o su decrecimiento ha sido inferior al esperado. Esto revela las dificultades para encontrar factores de riesgo sensibles y específicos que permitan predecir qué sujetos van a intentar suicidarse y cuáles de ellos lograrán finalmente consumarlo. Esta pobreza de resultados y el escaso poder predictivo de los estudios sobre la conducta suicida se justifican por las debilidades metodológicas de los diseños de investigación, la dificultad para definir la conducta suicida de un modo «operativo» o el carácter multifactorial del comportamiento autolesivo. Con respecto a esto último, se argumenta que el suicidio es una conducta compleja y multideterminada: el resultado de la confluencia de un sinnúmero de situaciones y factores que se combinan entre sí para generar un abanico de conductas autolesivas, que van desde la ideación suicida y el gesto autolesivo hasta el suicidio consumado. Los factores que influyen en el desencadenamiento de la conducta suicida son muchos: factores de personalidad (que involucran dimensiones psicopatológicas como la impulsividad, la agresividad y la desesperanza), trastornos psiquiátricos (fundamentalmente los trastornos afectivos, de personalidad, esquizofrenia y drogadicción), factores biológicos (hormonales, enfermedades médicas, dolor, sistemas de neurotransmisión, etc.), factores familiares y genéticos (la historia familiar de conducta suicida es, junto con los antecedentes personales de conducta suicida, uno de los predictores más potentes) y, por último, factores psicosociales de riesgo suicida, de orden macro y microsocial: sexo masculino, edad avanzada, estado civil soltero o divorciado, vivir solo, etnia blanca, situación económica y laboral, y también inmigración, crisis económica y social, situaciones de anomia, etc.
La bibliografía refiere un incremento de la prevalencia de los trastornos afectivos, de ansiedad y por uso de sustancias en las fases de recesión del ciclo económico. Los autores de esta revisión se preguntaron si la crisis económica podía influir sobre las conductas e ideas suicidas. Para ello realizaron una búsqueda en PubMed de artículos sobre el tema publicados entre 2005 y 2013. Del total de 402 artículos identificados, seleccionaron 42, que revisaron y analizaron para intentar determinar la existencia de una relación entre el aumento de las dificultades económicas entre la ciudadanía y el incremento de la conducta suicida. A tenor de los resultados, deducen que la relación entre crisis económica y tasas de suicidio es controvertida, está sujeta a diferentes interpretaciones y presenta diferencias significativas entre unos países y otros; por ejemplo, el aumento del PIB ajustado por paridad de poder adquisitivo (es decir, el incremento de riqueza por habitante cuando aumenta el PIB nacional) reduce las tasas de suicidio en los países europeos y, en cambio, las eleva en los países latinoamericanos. Esto podría explicarse por el desigual reparto de la riqueza que tiene lugar en las economías de los países emergentes y por el hecho de que en Europa se cuenta con sistemas de atención social y sanitaria que amortiguan las variaciones en el PIB porque protegen a la población en momentos de crisis. En los países en vías de desarrollo, por el contrario, al carecer de estos sistemas de protección social, las crisis económicas afectan más drásticamente a la población y el aumento de la incidencia de suicidio es un hecho incontestable. Esto mismo ha podido ser demostrado en países que han experimentado un rápido crecimiento en las últimas décadas, como Corea del Sur, donde, a pesar del aumento de la esperanza de vida, también se ha observado un incremento de la mortalidad por suicidio, sobre todo entre varones de más de 30 años. En estos países, con débiles sistemas de protección social, e incorporados a una economía capitalista globalizada y altamente competitiva, el suicidio podría ser el precio que se paga por la desigualdad y otras disfunciones sociales relacionadas con la industrialización. En otros estudios se sugiere que también factores como la temporalidad y la inseguridad laboral han producido tantos efectos sobre la salud mental como el desempleo.
Los autores concluyen que han de tenerse en cuenta las diferentes definiciones que existen de suicidio desde el punto de vista psicopatológico (conducta suicida, ideación suicida, suicidio consumado, intentos de suicidio...), que dificultan el análisis de los datos de manera global y las comparaciones. Por otra parte, el estigma social, las creencias locales y las consecuencias legales hacen que muchos suicidios sean etiquetados como muertes naturales o muertes accidentales. Las investigaciones cualitativas han documentado la creencia generalizada entre la población de que el suicidio es una opción posible cuando uno tiene que hacer frente a conflictos personales graves. Aunque los servicios psiquiátricos alivian la angustia y previenen el suicidio, su influencia sobre el suicidio de causa psicosocial es limitada, y no se traducirá en un decremento de las tasas de suicido globales. Para que esto suceda, es necesario reducir el malestar personal y social de los individuos y centrarse en otras causas subyacentes del sufrimiento humano, como la pobreza, la desigualdad económica y la falta de justicia social.
Muñoz Sánchez S, García Jorge P, García de Fernando García S, Portabales Barreiro L, Moreno Fernández L, Ceverino Domínguez A, et al. Conducta suicida y crisis económica. Norte de Salud Mental. 2014; XII(48): 36-43.